jueves, 12 de enero de 2012

Fanfiction: Once. Capítulo 3

Capítulo 3: Debilidad


Su madre le dejó un beso sobre su frente y le puso el cabello detrás de oreja.  Se limpió el rastro del labial e intentó alejarse de los cariños efusivos que su progenitora le brindaba por el hecho de que no le recogería de la escuela y prácticamente no lo vería hasta la noche.

—Ya me voy mamá —dijo a modo de queja. La mujer asintió y lo dejó ir.

—Cariño, no olvides regresarte con Andy, y cuando venga tu papá le calientas la comida, ¿sí? —pidió Anémona mientras le sonreía.

Tom bufó, rodó los ojos para luego asentir. —Yaaa, mamá, tengo que irme o llegaré tarde.

—Sé buen niño —fue lo último que oyó antes de salir de su casa en pos del colegio.

Anémona se tornaba algo histérica frente a las despedidas cortas o, no yendo muy lejos, frente a cualquier acto que significara no verse en un lapso. Él aún no estaba consciente del evidente daño que provoca esa sobreprotección, pero sí de las molestias que acarreaban.

Sabía perfectamente que a los otros niños no los recogían sus madres, así como también sabía que los otros comían todo lo que hubiese en el quiosco con el dinero que le diesen en su casa, a diferencia suya, porque su mamá le prohibía que comiese en la calle por lo dudoso de la preparación de la comida. Y que no le dejase subirse a los buses escolares por la cantidad de personas que estuviesen allí. U otras infinidades de imposiciones que rayaban lo absurdo. Tom sabía que era algo exagerado, por hacer un símil de su situación con las del resto. Por ello —agregándole su poco entusiasmo— la relación con su única novia no había tenido un próspero futuro desde el comienzo.

Siguió caminando. Tenía tiempo de sobra para llegar, la puntualidad en su casa era casi un hábito molesto.


En el receso, fiel a su costumbre, se sentó alejado de sus compañeros no porque se llevase mal con ellos, sino que no los toleraba, especialmente hoy, no estaba de ánimo para jugar, esta vez se ubicó frente a la sala de los profesores, en los asientos situados para estos. Teniendo el cuidado de no hacerlo en el suelo y con la espalda contra la verja para evitar contactos no deseados, aunque sí situándose lo más cercano posible para no perderse la oportunidad de ver qué reacciones tendría hoy aquel chico tan peculiar.

Por su añoranza, no había notado que su refrigerio estaba intacto a un costado suyo y es que ni el hambre se le despertaba, nada ajeno al morbo por verle otra vez hacía aparición en su organismo. Su cuaderno sin abrir reposaba sobre sus muslos, esperando a ser pintarrajeado por su lápiz, y su pequeño labio inferior siendo mordido por sus dientes de paso. No tenía mucha noción del tiempo, sin embargo creía que estaba tardando más de lo habitual en hacer su aparición.

Se obligó a mirar a otro lado cuando su estómago le hizo saber mediante retorcijones que no había comido. Así que optó por hacerle caso y sacar el sándwich que traía consigo. Miró de reojo el reloj de la torre de su escuela. Habían pasado más de cinco minutos. Se estremeció por el interés que le estaba poniendo.

Un brusco sonido le hizo girar el rostro y ver cómo el niño extraño estaba siendo arrojado contra la verja bruscamente.

—¡No me vuelvas a joder, Bill, yo no te tendré lástima como los profesores, eh! —advirtió el que lo empujaba, un chico rubio de aspecto más corpulento que él.

El pelinegro ofreció una sonrisa histérica en respuesta haciendo que el otro se alejase mientras negaba con la cabeza.

—Estás enfermo Bill —alcanzó a escuchar antes de perder de vista al rubio.

—¡Enfermo y lastimero! ¡Menuda combinación, eh Gustav! —gritó al resbalar contra la verja y terminar sentado en el suelo—. Soy patético…

Tom, que había observado la escena, no evitó acercarse por inercia. Logrando captar la imagen de las lágrimas negras que caían por las mejillas del chico antes de que las quitase de su rostro con un movimiento rápido y brusco. Sonrió amargamente.

El pequeño no sabía qué hacer. El porte imponente y macabro del joven que antes había podido aterrarlo ahora se había desvanecido, dejando frente a él sólo un simple chico algo roto.

—Ey —buscó llamar su atención. Sostenía su botella de agua en mano, para ofrecérsela y que se tranquilizase, ya que lo veía tan destrozado.

El joven, que por lo visto se llamaba Bill, volteó el rostro percatándose de la otra presencia.

—¡Once! —chilló Bill y se levantó del suelo, para luego doblar las rodillas para estar a la altura del menor—. ¿Sigues dibujando del orto o ya mejoraste algo?

Tom parpadeó al notar el cambio abismal de un estado a otro. Y le señaló la botella.

—¿Es para mí? —se enderezó al mencionarlo y pasar su brazo por sobre la verja para tomarla. Su voz había salido trémula.

Abrió la botella, por costumbre la olió y luego comenzó a beber de ella sin desviar la mirada de Tom. El menor se enrojeció sin saber por qué y rehuyó la vista. A Bill no le importaba, no buscaba correspondencia con su mirada, sólo quería captar detalle a detalle la expresión del niño, porque ese crío no era uno cualquiera, lo tenía bien en claro.

No que fuera más importante que el resto, al final de cuentas todos eran iguales de ordinarios, asquerosos y estúpidos, aumentando con el pasar de los años en cada aspecto. Pero, y uno que valía, este mocoso había acudido a él y seguía haciéndolo como si buscase algo. ¿Qué podría ser? Poco le importaba, lo que Bill quería es saber qué podría conseguir de Once, dadas aquellas circunstancias.

—¿Te vas a terminar ese sándwich? —interrogó Bill después de tirar a un lado la botella vacía, con una intención oculta, confirmar qué tanto haría. Tom negó y también se lo alcanzó—. ¿Te vas a quedar allí esperando que te dé un beso en agradecimiento?

El menor se sonrojó y frunció el ceño. —¡Somos chicos, eso no se puede hacer!

Bill rió frente a lo dicho.

—Ese no era el punto —mencionó todavía masticando.

Tom pestañeó sin entender lo dicho.

El timbre resonó en sus oídos. Cada uno debía irse a su aula, presuroso fue a coger su cuaderno que estaba en los asientos. Sin decirle un adiós a Bill, se retiró corriendo a su salón sin poder observar cuando uno de auxiliares se acercaba a Bill y le jalaba por el brazo.


—Dame un poco de eso —pidió Tom, haciendo alusión a una de las botanas que había comprado Andreas en el colegio.

El de cabello platinado negó con la cabeza. —Te enfermarás de salmonella, te dará cáncer al estómago por eso, y tu madre me matará —se excusó con los argumentos que efectivamente le decía la madre de Tom para que no comiese en la calle.

Tom rodó los ojos y buscó alcanzar la comida.

—Sabes que mi mamá es una cardiaca, dame que no he comido nada.

El otro le cedió la botana y lo miró interrogante.

—¿Por qué no has comido? Que yo sepa tu madre es taaaaan exagerada que sería casi imposible que no te enviase desayuno.

Tom alzó un hombro. —Tú lo has dicho, casi —mintió para luego meterse algunas hojuelas en la boca.

Pero Andreas era su mejor amigo. Ello implicaba que pudiese detectar cuando mintiese.

—¿Qué pasó? ¿Tus compañeros te quitaron la comida? —Había pasado una vez, cuando Tom de ‘buena gente’ había cedido su almuerzo.

Negó.

—¿Qué pasó? Sabes que puedes confiar en mí —replicó.

Tom suspiró. —Es que… es complicado, tendría que contarte todo y es una laarga historia.

—Todavía tenemos unas cuadras antes de llegar a mi casa, y mi madre me dará permiso de ir a la tuya así que no tienes excusas válidas.

Se mordió el labio de nuevo, era verdad, estaba atrapado. Todavía podía mentir, pero… no, no lo haría.

Le esperaba una larga tarde por delante, y no necesariamente porque en matemáticas le hubiesen dejados tres hojas llenas de ejercicios por resolver.

No hay comentarios:

Publicar un comentario